Poco le interesaba en realidad la defensa de los derechos humanos de los animales. Sin embargo ahí estaba, a punto de ir a la cuarta reunión del mes de esa especie de fundación con olor a alimento balanceado y baba de perro. Empezó a prepararse tres horas antes. ¿Debería intentar un look más relajado, algo así de cómo de safari? No. Eso descartaría los tacos altos y sin ellos no podría siquiera mirarlo a los ojos. Decidió ser ella misma, y si era necesario enterrar su taco aguja en tierra húmeda ante la hipotética circunstancia de que la reunión se realizara al aire libre, lo iba a hacer con toda la naturalidad y elegancia del mundo, como tantas otras veces. Cuando llegó respiró hondo. La convocatoria se nucleaba en torno a una mesa, segura, bajo techo. Sabía exactamente cómo proceder. Estaba en su hábitat. Taconeando firme con cabeza en alto entró en la sala, simulando camuflarse con el entorno. Acarició casi afectuosamente la cabecita de una especie de mono, que colgaba de un
Llevo tu caricia atada a mi cintura. Suave, apenas rozándome. Así como fue, o es. Sin dobles nudos ni moños falsos. Exacta. Sigue empecinada en marearme girando redonda bajo mi blusa. Las caricias que aún te conservan suelen vivir en mi vientre. Pero ya no estás. Y sería una pena desvirtuar el violeta tenso de su tacto, como el sabor temprano de tu mate lento o el olor a otoño del saco que nunca usaste. ¿No podés hacer algo? Voy a tener que arrancarla de golpe. Desprendiendo cada rincón brusco en el que se quedó enrosacada, sin importarle a tus manos que me duelan los surcos cuando ya no los recorran. Sabré exactamente de dónde tirar, para que no grite mi piel ni la mano en tu caricia. Y así la risa se resbale del recuerdo, débil, como un sonido que nunca ha sido más que eso. Como el viento leve que solo se percibe abriendo demasiado los ojos. Hasta que la húmeda incomodidad lo hace evidente. .