-¡Encontré la mejor modista del mundo para que te arregle ese blazer espantoso que te compró tu madre!- contestó una voz alteradísima, a la melódica forma con que acostumbro atender el teléfono. –Preparate que en dos segundos estoy allá querida, ¡te va a quedar brutal!- y colgó.
Podes?, estás desocupada o te viene mejor otro horario?. No, esas son preguntas que mi abuela no registra cuando una idea viene acarreándola como lancha a un practicante de windserf.
Sin otro remedio, guardé los libros que intentaba desenredar para el examen de la semana siguiente, y suspiré, dándome cuenta que la enredada era mi mente. Esperaba que la travesía que se avecinaba concluyera pronto y sin lesiones mayores. Ingenua esperanza la mía. Cambié mi deprimente camisón de estudio por unos jeans y una remera holgada, sin firuletes ni inscripciones raras, fina y elegante. ¿Para que vestirme de rojo ante un toro furioso? Esos son pequeños detalles que con la práctica, uno aprende a sistematizar antes de salir con Nené.
Una vez prolijamente peinada y digna de caminar al lado de una mujer distinguida como ella, me senté a ver televisión y a, sin contar minutos, esperar.
Conociendo a mi abuela podían pasar dos cosas. Oírse los bocinazos una vez colgado el teléfono, (nunca toca el timbre para ahorra tiempo), o tardar horas en llegar a mi casa, enumerando los tantos inconvenientes que tuvo que resolver en el camino, o “mandados” como suele llamarlos ella: Pasar por la botonería para ver si llegó el botón de Buenos Aires que ella diseñó para su nuevo trajecito beige, (“un botón hace a la distinción de un traje, no es cuestión de poner cualquier cosa ordinaria que una las partes”), verificar si el zapatero terminó de encontrar el taco ajustado a sus descripciones detallistas, acordes a la silueta del taco que a la reina de Inglaterra tan bien le sentaba en la foto de la revista “Hola”, o preguntarle a la chica de la telefónica, por tercera vez, cual era el tono de tintura que usaba, porque había perdido el papelito donde lo tenía prolijamente anotado, junto con otros miles de papelitos sueltos que lleva ordenadamente sujetos en su cartera, de una importancia vital cada uno de ellos.
Llegó dos horas después de su apuradísimo llamado. Había tenido que buscar sus lentes, los de sol amarronados, que compartían hospedaje con otros 20 pares, disponibles a 20 combinaciones distintas. Una vez localizado ese par de cristales a tono con su trajecito marrón, salió a los apurones en su auto acostumbrado a asustar al aire con frenadas abruptas y aún peores arranques, pero sin, sorprendentemente, un solo rayón. En el camino se cruzó con Chiche, y (seguramente en medio de un tráfico que agonizaba detenido tras su repentino paro) tuvo que avisarle lo que Pepa le había contado por teléfono de 6 a 9 de la mañana, horrores incesantes de su realidad cada vez más cercana al aburrimiento absoluto y sin retorno. Cuando liberó a Chiche, y junto con ella a miles de bocinas ya a afónicas que intentaban perturbar su calma, se dispuso a venir a casa. En búsqueda de su próxima presa, yo.
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Podes?, estás desocupada o te viene mejor otro horario?. No, esas son preguntas que mi abuela no registra cuando una idea viene acarreándola como lancha a un practicante de windserf.
Sin otro remedio, guardé los libros que intentaba desenredar para el examen de la semana siguiente, y suspiré, dándome cuenta que la enredada era mi mente. Esperaba que la travesía que se avecinaba concluyera pronto y sin lesiones mayores. Ingenua esperanza la mía. Cambié mi deprimente camisón de estudio por unos jeans y una remera holgada, sin firuletes ni inscripciones raras, fina y elegante. ¿Para que vestirme de rojo ante un toro furioso? Esos son pequeños detalles que con la práctica, uno aprende a sistematizar antes de salir con Nené.
Una vez prolijamente peinada y digna de caminar al lado de una mujer distinguida como ella, me senté a ver televisión y a, sin contar minutos, esperar.
Conociendo a mi abuela podían pasar dos cosas. Oírse los bocinazos una vez colgado el teléfono, (nunca toca el timbre para ahorra tiempo), o tardar horas en llegar a mi casa, enumerando los tantos inconvenientes que tuvo que resolver en el camino, o “mandados” como suele llamarlos ella: Pasar por la botonería para ver si llegó el botón de Buenos Aires que ella diseñó para su nuevo trajecito beige, (“un botón hace a la distinción de un traje, no es cuestión de poner cualquier cosa ordinaria que una las partes”), verificar si el zapatero terminó de encontrar el taco ajustado a sus descripciones detallistas, acordes a la silueta del taco que a la reina de Inglaterra tan bien le sentaba en la foto de la revista “Hola”, o preguntarle a la chica de la telefónica, por tercera vez, cual era el tono de tintura que usaba, porque había perdido el papelito donde lo tenía prolijamente anotado, junto con otros miles de papelitos sueltos que lleva ordenadamente sujetos en su cartera, de una importancia vital cada uno de ellos.
Llegó dos horas después de su apuradísimo llamado. Había tenido que buscar sus lentes, los de sol amarronados, que compartían hospedaje con otros 20 pares, disponibles a 20 combinaciones distintas. Una vez localizado ese par de cristales a tono con su trajecito marrón, salió a los apurones en su auto acostumbrado a asustar al aire con frenadas abruptas y aún peores arranques, pero sin, sorprendentemente, un solo rayón. En el camino se cruzó con Chiche, y (seguramente en medio de un tráfico que agonizaba detenido tras su repentino paro) tuvo que avisarle lo que Pepa le había contado por teléfono de 6 a 9 de la mañana, horrores incesantes de su realidad cada vez más cercana al aburrimiento absoluto y sin retorno. Cuando liberó a Chiche, y junto con ella a miles de bocinas ya a afónicas que intentaban perturbar su calma, se dispuso a venir a casa. En búsqueda de su próxima presa, yo.
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